domingo, 13 de noviembre de 2011

 
Secuencia en nueve viajes

Por Alejandra Rodriguez


I
Deseosa de escapar de los ruidos de la ciudad, aquel verano Amanda alquiló una pequeña casa en un lugar solitario en las sierras cordobesas, se muñió con comida suficiente, libros, música y tiempo libre para bañarse en el río y hacer caminatas.  Desde las ventanas de la casa podía ver el cordón de  sierras que bordeaban el horizonte con tranquila omnipotencia. Solo dos o tres casas cercanas y una posada de estilo rustico español con un extenso parque conformaban su vecindario serrano.  

II

Una tarde estaba sentada en la galería de la cabaña y  vio pasar a un hombre llevando una carretilla, se perdió durante un largo momento observando su incesante ir y venir. Las horas pasaban y el no se detenía. Esa secuencia interminable comenzó a incomodarla. ¿Por qué esta molestia? , se preguntó. Se trata sencillamente de un trabajador en plena faena, se respondió.

III

Aquella mañana, Amanda se despertó decidida a saber más sobre aquel hombre. Se preparó el desayuno, cocinó un bizcochuelo de naranja y se sentó a leer frente a la ventana del comedor, hasta que lo vió pasar.  Luego de observarlo como cada vez, juntó coraje, cortó varias porciones de torta, las puso en un plato y salió en su búsqueda. Cuando el hombre se acercó a la casa, le ofreció el plato con bizcochuelo -  Gracias, ahora no puedo parar, estoy trabajando y no quiero tener problemas con el patrón- contestó sonriente.   Tan linda  fue la sonrisa que ella no sintió desplante alguno. Apoyó la torta sobre un tronco cortado que estaba en la orilla de la calle. Acá te dejo la torta, es de naranja y la preparé yo- le dijo.

IV

Ese día, cuando intentó poner la pava en el fuego se dió cuenta que se había terminado el gas y que había que cambiar la garrafa. Salió al parque de la casa para ver si conseguía ayuda. Se sentó en la galería durante unos minutos, pensativa, imaginó que su desayuno seria sólo con jugo de naranjas y budín de vainilla. De pronto, lo vio pasar al hombre con la carretilla. Sin pensarlo demasiado le pidió ayuda. El, con una tímida sonrisa le cambió la garrafa. Luego compartieron un refresco y conversaron un rato bajo la sombra de la galería. A partir de ese día, se saludaban cada mañana. Por las tardes ella le ofrecía alguna bebida fresca y algo dulce.
Los días eran muy calurosos y Amanda los alternaba entre momentos de lectura y  tardes en el río. Esta secuencia veraniega, la completaba el hombre con su carretilla en un incesante ir y venir.

V
Juan, tenía 23  años,  era boliviano y lleva tres años viviendo en Córdoba, antes vivió un tiempo en San Juan y en  Mar del Plata trabajando en la cosecha de tomates. Había llegado a la Argentina por medio de una empresa de este país  encargada de reclutar trabajadores en Bolivia; los traen con contratos de trabajo por dos años, en la mayoría de los casos las condiciones de vida que les ofrecen son muy precarias, abunda el maltrato y si alguno quiere  dejar el trabajo antes del tiempo pautado, les retiran sus documentos y pasan a ser ilegales. Juan sabia de este mecanismo, pero en su país no había trabajo y decidió venirse bajo esas condiciones. Luego de unos años de pasarla mal, pudo zafar de esta modalidad de explotación y definir con cierta libertad su rumbo.

VI
Con el correr de los días Amanda se seguía preguntando por qué le incomodaba ver a Juan trabajar. En distintos momentos se detenía a observarlo. El le traía a esos días de descanso veraniego en las sierras cordobesas el recuerdo vivo del pueblo boliviano, le actualizaba la realidad de un pueblo, víctima de años de explotación, humillación y sometimiento. En la itinerancia de Juan podía ver pasar la historia, el dolor, la vida  y las luchas de tantos trabajadores. En su incesante caminar cansino confluían esos sentidos.

VII
Su cuerpo inclinado levemente hacia adelante, era sostenido por un caminar cansino y constante. No miraba para sus costados, su mirada siempre fija en la carretilla. Parecía tener muchos mas años de lo que tenía, en su rostro había rastros de soledad, sacrificio y de una vejez que por momentos era despuntada con una sonrisa fresca y juvenil. Su tez oscura, sus manos ajadas por el sol e impregnadas de aire y tierra, vestía siempre jeans azules gastados, una camisa con mangas largas prendida con casi todos sus botones, una gorra vieja y descolorida.

VIII

Esa noche Amanda fue a una peña folclórica, entre domas, carrera de sortijas y canciones, lo recordó a Juan. A unas cuadras de la peña se preparaba el escenario que tendría a Damián Córdoba, un joven cuartetero que recorre los pueblos despertando la fascinada concurrencia juvenil. Entre risas y copas creyó ver a Juan, se dispuso a seguirlo entre la gente que se amontonaba para comprar empanadas y choripan, pero se trató sólo de un parecido. A partir de ese momento, no pudo dejar de pensar en el, se preguntaba donde estaría, como pasaría su tiempo libre, cual sería su diversión. Lo buscó entre los baqueanos y campesinos. Se imaginó riendo juntos, tomando un fernet con coca  y bailando al ritmo de algún cuarteto.

IX
Como cada tarde, mientras compartían una bebida fresca, Juan le dijo que era su último día de trabajo. Ella se sorprendió y no pudo disimular su gesto de tristeza. Conversaron.  Rieron. Juan le contó que vivía solo, que sus padres y hermanos estaban en Bolivia, que le gustaba el río y las sierras y que se sentía a gusto trabajando en Córdoba  porque lo trataban muy bien a diferencia de Mar del Plata que lo “matoneaban grave”. Se abrió un silencio. Se miraron. El estiró su mano. Ella acercó su mejilla. El se sorprendió con timidez. Ella abrió sus brazos. El respondió con un abrazo deshabituado. Ella sintió abrazar a quien hacía mucho no abrazaba.

2 comentarios:

  1. Alejandra los abrazos y la vida, que bien se llevan!que pedacito del otro tomamos cuando abrazamos y que de nosotros entregamos?Cuantas cosa en un solo gesto.Un alimento del alma recíproco y sublime, conciliador y determinante!Después las miradas son distintas porque nosotros ya no somos los mismos.
    Me encanto leerlo.
    Pablo Vargas.-

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  2. Pablo, muchas gracias por tus palabras. Si, cuanto de nosotros hay en un abrazo, algo que muchas veces hacemos casi automáticamente.

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