sábado, 31 de marzo de 2012


Lo que la tragedia dejó: el espectáctulo y las palabras

Por Alejandra Rodríguez

A poco más un mes de la tragedia del tren de la línea Sarmiento que tuvo como consecuencia 51 muertos y más de 700 heridos - una de las tragedias ferroviarias más significativas de nuestra historia -nos permitimos reflexionar sobre dos dimensiones abiertas a partir de lo sucedido: la espectacularización de la muerte y el poder de las palabras.

El corolario de los aciagos días posteriores al choque, fue el hallazgo del cuerpo sin vida de Lucas Menghini Rey (20) entre los vagones del tren siniestrado, tras dos días de intensa búsqueda por parte de sus padres. Mientras Lucas no aparecía, el tiempo estuvo suspendido por la incertidumbre, los interrogantes y las elucubraciones. Lucas no estaba en ningún lugar, nadie sabía de él, ni sus padres, ni la empresa, ni el Estado. Durante ese tiempo, entre el desasosiego social teñido de perplejidad, circulaban preguntas ¿Dónde estará? ¿Habrá subido efectivamente al tren? ¿Estará bajo efecto de shock en algún recóndito lugar de la ciudad? La confirmación de que Lucas se sumaba a la lista de víctimas fatales y que además su cuerpo permaneció entre los hierros del tren, sin que nadie se percatara de esto durante más de 50 horas, hizo de su rostro joven, un símbolo de la tragedia. En su rostro, el de todos los demás muertos. Su nombre, Lucas, condensó las posibilidades de sentidos, de impotencias y dolores compartidos socialmente.


Mientras tanto, apenas sucedido el siniestro y con el correr de las horas, se esperaban las palabras de la Presidenta, las que llegaron con contundencia días después de la tragedia. Este reclamo murmurado y amplificado por los medios de comunicación, fue leído desde muchos sectores como una demanda innecesaria, se argumentaba que la Presidenta está gobernando igual, que ha tomado decisiones a través de sus Ministros y que fue siguiendo paso a paso lo sucedido. Ahora bien, por qué no pensar e interpretar esta demanda o necesidad de pronunciamiento público como algo positivo, como un indicador social que da cuenta de la madurez de nuestra experiencia democrática. Donde no hay palabras, hay violencia y especulaciones. Donde el relato instituyente de la política está ausente, funcionan y operan otros relatos. Así, la desestabilizadora estrategia mediática hizo lo suyo como contrapunto del silencio presidencial. El relato de la tragedia fue reactualizado en la instancia del espectáculo, en cada imagen proyectada una y mil veces, porque para la lógica de la maquinaria mediática, la tragedia no puede ser jamás clausurada. La reiteración incansable de las imágenes del dolor, alimentando el morbo, acompañadas por música incidental y por voces dispersas, maniqueas, abocadas poco a informar, pero enérgicas haciendo leña del árbol caído. Así funciona el poder del relato televisivo, sabemos que el poder no se posee como un bien; es una relación desigual que se ejerce, circula, funciona en cadena, reticular y transversalmente  al cuerpo social.


En este escenario, se inscribe el relato de la Presidenta, su palabra pública instituyente, que re ordena, organiza, habilita la posibilidad de reconfigurar una vez más los resortes estratégicos de la política. En uno de sus discursos al comenzar su primer mandato Cristina Fernández dijo: “lo esencial de mi gobierno es el relato” y el relato es aquello que le da sentido a los acontecimientos, a las acciones, al devenir. La palabra pública ante el dolor público, como la sabia que brota de la corteza del árbol social, es lo que puede reencauzar el porvenir, trazar alguna explicación sobre lo sucedido.
Es la palabra del anuncio y la de los hechos, la palabra como puente extendido, como un input que emerge en medio del dolor y la incertidumbre, como lugar de lo común aún en el desacuerdo. Pero también es palabra con sentido de responsabilidad, que incorpora sus efectos sociales, que dimensiona su productividad, su receptividad, que se expresa en el anuncio de las decisiones y en la búsqueda de cooperación. Entonces, es tan necesario decir como querer escuchar, porque así se teje la autoreflexividad colectiva de los pueblos, en una interacción de todos, en un intercambio dialógico indispensable en la conversación social democrática. En este sentido,  y como parte de esta conversación social,  se expresaron los padres de Lucas, sus palabras legitimadas desde el dolor, exigentes de respeto y justicia, interpelaron el relato mediático: “Debemos pensar alguna vez, lo antes posible, que ninguna imagen, ningún sonido, ninguna supuesta primicia  puede violentar el derecho básico a la intimidad de las personas  como nos pasó el viernes a la tarde, cuando anunciaron la muerte de nuestro hijo sin que nosotros tuviésemos la confirmación oficial. Después me esperaron en la morgue, nunca más puede ser visualmente atractivo para nadie ver la imagen de un padre entrando allí a reconocer el cuerpo de su hijo, la obligación de imponer un cambio es nuestra, como trabajadores de prensa pero sobre todo como seres humanos que es una instancia superior a cualquier trabajo”, expresó Paolo Menghini, quien se desempeña como editor en la Televisión Pública.


La palabra reconfigura, abre, alivia, posibilita y funda la construcción del reverso de la  tragedia. De ese modo opera su poder instituyente, como el movimiento  ondulatorio de una red puesta al viento, porque el poder es productivo y sus fuerzas se definen por su capacidad de afectar para bien o para mal la vida de los más.
Hoy, la imagen de Lucas reposicionada en el tiempo de su no aparición, es una presencia ausente, un reaparecido, un recuerdo presente de un pasado siempre por venir en el futuro, si la justicia y la voluntad política no actúan. Una promesa de justicia, una promesa de igualdad cuyo enlace debe ser verificado cada vez más en nuestras vidas singulares y colectivas. Lucas, un ser con la política de la memoria.