jueves, 29 de agosto de 2013


Badiou, sobre "Viaggio in Italia" de Roberto Rossellini

Uno se pregunta que haría el cine sin el amor, y qué haríamos nosotros mismos sin el amor. Es la historia de una pareja que no se está llevando muy bien, conocemos todo eso. Se van a Italia de viaje, con la esperanza oscura de que las cosas se arreglen, pero de hecho no se arreglan para nada: el hombre se ve sometido a tentaciones por parte de otras mujeres, ella busca un poco de aislamiento. El film va a terminar justamente con la reconstrucción verdadera del amor. Y esa reconstrucción en realidad explicita una especie de milagro. Rossellini nos quiere decir que el amor es más fuerte que la voluntad, y que cuando ustedes hacen esfuerzos por salvar la pareja, están en una abstracción, que en realidad algo de la pareja debe salvarse por si mismo. Como si el amor fuese un nuevo asunto y no el objeto de una negociación. En el fondo, nos quiere decir que el amor no es un contrato, es un acontecimiento. Entonces, si puede ser salvado será por un acontecimiento. En la secuencia final se va a filmar el milagro, no les cuento, deben verlo. Todo sucede en medio de la multitud. Pero lo impactante es que se puede filmar el milagro. Es eso lo notable. Y quizás el cine sea el único arte capaz de ser milagroso, porque una manera de atravesar la historia del cine puede ser buscar todas las secuencias de milagros, explícitas o no, uno de los temas preferidos por el cine. Porque se puede filmar un milagro. Pintar un milagro es difícil, incluso contarlo, es difícil. Pero filmar un milagro es posible. ¿Por qué? Porque se puede filmar ese milagro desde lo interior de lo sensible, únicamente por ligeras modificaciones del valor de lo sensible. Y particularmente por un uso de la luz. Se puede hacer aparecer la luz interior de lo sensible. Y es allí donde lo visible mismo va transformarse en acontecimiento.

jueves, 22 de agosto de 2013

 
Por Alejandra Rodríguez, Licenciada en Artes Combinadas (UBA), docente de educación superior. 
Especial para Tumacondo
 

¿Cómo ver una obra de teatro? Esta pregunta está latente muchas veces cuando vamos al teatro y sobre todo cuando tenemos la sensación de “no haber entendido”  lo que vimos.  Me propongo en estas líneas compartir algunos “consejos”  a tener cuenta como espectadores.

  • Lo primero qué debemos hacer es modificar nuestra posición frente a las obras artísticas, dejar de lado el prejuicio de “no entender” o “no saber”  lo que estamos viendo. Estas no son portadoras de una verdad absoluta o un sentido único que tenemos que develar. 
  • La obra es una idea de mundo que nos invita a entrar en él, no para develar su sentido oculto, sino para dialogar, interpretar, descifrar y experimentar su duración. No hay “una forma” de ver una obra de arte, ya sea teatral, cinematográfica o plástica, existen tantas obras como espectadores. Si bien cada producción artística tiene una estrategia comunicativa, sólo cuando se produce el encuentro con el espectador la obra se conforma como tal. 
  • Participamos de ese diálogo desde nuestras experiencias, historia, lecturas, formación, conjunto de ideas, valores  y creencias. La posición desde la que vemos está construida por estos elementos. No estamos vacíos, desprovistos o “desnudos” frente a las obras, todos tenemos una caja de herramientas. Ahora bien,  lo importante es que hacemos con ella: ¿cómo utilizamos esa caja de herramientas frente a las obras?  Podemos hacerlo cual espectadores pasivos destinados a descifrar un mensaje cerrado o definido a priori o como co-creadores y productores de sentido, asumiendo un rol activo de interpretación. Sin dudas, esto último es lo aconsejable.
  • Existen múltiples formas de lectura o interpretación de las obras, esto depende muchas veces del lugar en el que nos posicionamos como espectadores.  Por ejemplo: si vamos a ver una puesta en escena de Hamlet de  W. Shakespeare, seguramente nuestra interpretación será diferente si previamente leímos el texto dramático (escrito) o si conocemos la historia de Hamlet ya que contaremos con más información en nuestra caja de herramientas, pero esto no quiere decir que de no haberlo hecho no entendamos nada o no estemos en condiciones de elaborar una interpretación. Se trata de entrar en contacto con ese texto espectacular, con esa puesta en escena de Hamlet propuesta por el director en ese momento determinado.
  • Por otra parte, no debemos confundir aquello que los artistas dicen o suponen de sus obras con lo que “las obras dicen en sí”, sucede que a veces los creadores acompañan sus obras con declaraciones u opiniones sobre lo que se propusieron hacer, como si eso fuese una suerte de “guía para mirar la obra”. Lo importante es tener en claro que la obra es como un hijo, una vez que se lo dio a luz, tiene vida propia, más allá de lo que sus padres digan acerca de él. Nuestra relación dialógica es con la obra, con esa materialidad, con ese hijo y no con sus padres.
  • Suele suceder que una obra puede gustarnos más o menos, lo interesante es hacernos preguntas o abrir reflexiones a partir de lo que ella nos propone.  Si es posible, salir del teatro y  conversar, “palabrear” la obra, seguir dialogando con ella y con otros. En esa instancia de comunicación compartida, la obra se arma  y se multiplican sus sentidos posibles.  Ser espectador supone animarse a “hacer hablar las obras”, estar dispuesto a encontrarse con ellas, partiendo siempre de ese mundo sensible, material y discursivo que se despliega frente a nosotros.

domingo, 11 de agosto de 2013

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Año 6. Edición número 273. 

Domingo 11 de Agosto de 2013


El efecto Bergoglio

Por  Alejandra Rodríguez. Licenciada en Artes Combinadas (UBA)   
 contacto@miradasalsur.com

La elección del cardenal Jorge Bergoglio como Obispo de Roma es, sin dudas, un acontecimiento mundial por múltiples razones: su pertenencia a Latinoamérica, su origen jesuita y sus manifiestos gestos de humildad –dignos de un guión muy bien escrito– hacen de Francisco una suerte de actualización vivificante y contemporánea de la figura de San Francisco de Asís. Su asunción supuso para muchos el comienzo de transformaciones esperanzadoras en la Iglesia, seguros de que el Vaticano ha terminado por reconocer cambios geopolíticos en un mundo en crisis, en el cual regiones antes periféricas como Occidente y América latina disputan el peso global y desplazan a Europa del centro del catolicismo.
En el escenario político argentino un abanico de interpretaciones y diferencias ideológicas invadieron la escena pública los días posteriores a su elección, diferencias que con el correr de las horas fueron mermando en una comunión significativa entre los diversos actores políticos. El Papa logró sintetizar, al menos por unos días, contradicciones que parecían insalvables desde el punto de vista político, una demostración contundente del poder fáctico y real de la Iglesia.
A partir de su asunción como sumo Pontífice, un enorme despliegue de imágenes y sucesos referidos a Bergoglio acompañan nuestra cotidianeidad, amplificados por los medios masivos de comunicación. Al igual que en el realismo mágico, lo que en otro momento podía ser extraño o irreal, se presentó como cotidiano y común: la imagen de Francisco I aparece en la peluquería, en la zapatería o en la carnicería del barrio. Un menú en un bar porteño ofrece un contundente bife de chorizo llamado “Francisco”, por otro lado se puede escuchar la cumbia papal de Yayo o ver el programa de Discovery Channel “El papa de las Américas” que traza un perfil a modo documental sobre la vida de Francisco. Así, la papamanía satura nuestra cotidianeidad.
Esto pudo verse durante los días en los que el Papa estuvo en Río de Janeiro con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, un acontecimiento que movilizó a casi 3 millones de jóvenes de 190 países del mundo. Al igual que en otros momentos, el Papa se salió del protocolo, saludó afectuosamente a los congregados que se abalanzaban para tocarlo, tomó mate dentro del papa móvil, instó a los jóvenes argentinos a “hacer lío” para que la Iglesia salga a la calle y en su vuelo de regreso a Roma, manifestó ante los periodistas que lo acompañaban: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”
En los días posteriores a su visita a Río, se pegaron afiches en Ciudad de Buenos Aires de la figura papal junto a Cristina e Insaurralde, fue tapa de la Revista Gente y Aptra le hizo un homenaje en la entrega de los premios “Martín Fierro”, en un teatro Colón colmado por figuras del espectáculo.
La dimensión cultural del “efecto Bergoglio” no se agota sólo en esta secuencia de gestos, expresiones y apariciones públicas sino que debemos pensar su productividad en el entramado de la experiencia social. Me refiero a la manera en que el poder de la Iglesia se distribuye e influye en lo concreto de los distintos espacios sociales y sus instituciones. Más allá de la alegría o el orgullo que pueda significar para muchos que el Papa sea argentino, lo que no podemos negar es la reconfiguración de la Iglesia como actor político de peso en el esquema de poder real y sus posibles efectos.
Sabemos que el Estado y las instituciones, entre las cuales está la Iglesia, operan sobre nuestras vidas singulares y colectivas determinando muchas veces cómo y dónde podemos movernos, asociarnos, trabajar, hablar y decidir sobre nuestras creencias y valores. Por esa razón, debemos dimensionar los efectos de este acontecimiento. Cabe entonces preguntarnos: ¿qué efectos performativos sobre nuestras vidas se podrán suceder a partir de este resurgir de la Iglesia? ¿Cómo se darán las nuevas articulaciones entre Iglesia y Estado en sus múltiples niveles? ¿Cuáles serán las formas de las relaciones entre los poderes eclesiásticos, políticos y las corporaciones? ¿Qué avances serán posibles para determinar la complicidad de la Iglesia en la dictadura militar argentina? ¿Qué pasará con la ley del aborto legal, seguro y gratuito? Estas preguntas no tienen réplicas certeras a priori, pero requieren ser formuladas con cierta hondura. Lejos de respuestas ingenuas, el verdadero desafío para nuestra experiencia política y democrática será seguir sosteniendo estos interrogantes como parte del debate social más allá de que “Dios sea argentino”.